Solía susurrarte al oído lo guapa que estabas, cada día, al despertarme. Aprovechabas que no estaba muy lúcido a esas horas y me engatusabas para hacer cosas que sólo a tí te gustaban: quedar con tus amigas y sus aburridas parejas, cenar con tus padres, recoger a tu sobrinos de la guardería (aunque secretamente me caían genial esos pequeños trotamundos, debía mantener mi imagen de tipo duro-odianiños)
Ya despejado y esperando que mi gran taza de café se enfriara, conversábamos, acerca de tí, de mí; comentábamos las noticias de la radio y, en fin, jugábamos a ser matrimonio, quizá pensando en un futuro algo próximo.
Tomábamos la ducha diaria juntos, cumpliendo así con una de mis condiciones, y acto seguido nos evaporamos cada uno a nuestros respectivos trabajos.
Vueltos ya y tras comer, nos acurrucábamos en el sofá y veíamos una película, quedándonos dormidos casi siempre. Al despertar comenzaban los arrumacos, los besos y las caricias. Quizá hubiera alguna variante, tal como los abrazos (ya sabes que a mí no me gusta darlos) cosquillas o masajes, pero era en muy pocas ocasiones. Terminábamos, cómo no, empapados en sudor, extasiados y casi muertos (la pétit morte que le llaman los franceses)
Cenábamos, oíamos música, bailábamos, salíamos, te hacía fotos, dormíamos...
En definitiva, VIVÍAMOS.
Ojalá algún día pueda decir que tuve esta rutina. Y que fue contigo.