La miopía le impedía enfocar bien lo que a lo lejos se le antojaban unos andares realmente característicos, y por ello, conocidos. Cuando se esa silueta se plantó ante ella como unos labios sutilmente humedecidos prestos a besarla, era ya demasiado tarde. No pudo resistirse al envite que supuso la mano en su espalda, rodeándola en un término medio, ni fuerte ni débil. Tampoco a la mirada que, intuyó, ella le dirigía. Sí, ella, la que le había hecho perder la cabeza, regresaba. Mas, ¿por cuánto tiempo?
No se molestó en desvivirse por descubrirlo en ese instante. Prefirió despejar sus dudas viviéndolo, que es como se aprenden de veras las lecciones.